Adoro el sol. Me encanta, sobre todo el de las mañanas de verano. Ese sol de las nueve que acariciaba la ladera de la montaña donde yo vivía, y que te despertaba cariñosamente durante tus vacaciones, y te invitaba a disfrutar de un maravilloso día más sin cole. Un día sin sol es como un cochecito de juguete que no funciona del todo bien. Lo coges, lo examinas detenidamente, y no parace faltarle nada, !pero hoy ya no corre tanto!
Con las noches me pasa lo mismo. He tenido la suerte de crecer en un lugar del mundo que me ha permitido, igual que correr bajo el sol, caminar bajo la luna. Una luna que, llena o no, ha iluminado innumerables noches en mi vida. Yendo en cualquier dirección, estando en cualquier lugar, siempre que he podido me he detenido, aunque fuera por un momento, a contemplar. Aún hoy en día, por mucha prisa que tenga, esté con quien esté, no puedo evitar detenerme un momento. Un castillo, desde cualquiera de sus ángulos, lo mismo da. Laderas de montañas que, sabias y pacientes, observan el pasar de los años, sin moverse un ápice, sin quejarse de nada. Exhibiendo una belleza natural que siempre ha conseguido llenarme el pecho de ilusión y felicidad. Contándome historias que existieron, contándome historias que podrían existir, aunque sólo fuera en mi imaginación, aunque sólo fuera en mi corazón. Todas ellas las describo torpemente en español como fascinantes y sobrecogedoras. Que me perdonen por ello las casas, montañas, océanos y mares iluminados por la luna, a quien nunca estaré suficientemente agradecido. Pero siempre seguirá regalándome su luz.
Muchas veces he lamentado, y anoche volvió a pasar, no ser siquiera un poco más hábil con una cámara de fotos, para poder ver cuando quisiese una noche iluminada por la luna.
El día que camine bajo la luna y no sienta todas estas cosas, yo ya no correré tanto.
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A la luz de la luna
Corullón, 27 de Diciembre de 2009
¿Qué te gustaría hacer hoy?
- Mochueloberciano
- Porto, Portugal
- Amante del absurdo y los chistes fáciles donde los haya, roble, o castaño; de esas cosas con cuatro ruedas que hacen "run run", y de las cosas buenas de la vida en general.
domingo, 27 de diciembre de 2009
martes, 22 de diciembre de 2009
El Día
(Continuación de "Un día menos")
Había llegado. Por fin. Cuando conseguí dormirme, pasé una buena noche, después de todo, aunque no dormí todo lo que yo hubiera querido. La mañana fue sobre ruedas; para mis jefes y sus nuevos socios la formalización de una nueva era, para mí una fiesta de despedida. Era mi último trabajo y, aunque no podía desentenderme totalmente de ello, lo había dejado todo bien atado, para poder retirarme en paz. Mi nueva vida acababa de empezar. Mi cuerpo seguía cansado, pero yo era feliz. Tras cuatro deliciosos platos, un postre y una sobremesa de sonrisas a mi alrededor, lo único que me interesaba era largarme de allí. Con el dinero suficiente para diseñar mi nuevo estilo de vida a mi antojo, la ilusión me embargaba por completo.
Cuando conseguí salir de allí, debían ser más de las seis de la tarde; mi futuro y yo nos encontraríamos muy pronto. Una de las razones por las que elegí esta ciudad para cerrar las negociaciones, es que es una de mis favoritas, y he visto muchas en el mundo. Había quedado con mi futuro en un pequeño mirador situado en medio de un acantilado, y que nunca entendí cómo no había llegado a coincidir allí con más de dos personas a la vez. Arranqué el coche feliz, aunque inquieto por llegar allí. No había nadie, lo que me hizo sentir mejor todavía. Paré el coche de cara al mar, a una distancia prudente de la barandilla de piedra, donde tantas y tantas veces había soñado con éste momento. No pude más que sonreír, parar el motor, y bajarme del coche. Entonces se me ocurrió algo que no había hecho nunca: me quité los zapatos, y me subí al techo. Mirando al mar, me puse de pie, abrí los brazos, y dejé que la brisa me acariciase dulcemente, cerrando los ojos y llenando mis pulmones con ese olor a mar que no me sabía mejor en ninguna parte del mundo que yo conozco.
No sé cuánto tiempo pasó, pero finalmente me senté en el techo del coche, disponiéndome a contemplar la puesta de sol, pensando lo que no me había podido permitir desde hacía tiempo: iba a hacer lo que quisiera con mi vida. Los tiempos de la hipocresía elegante, estudios de mercado, investigar a mis competidores... de mis labios salió un susurrante y feliz adiós, que nadie más que yo necesitaba oír.
-¿Te vas a despedir así?
Estaba tan ensimismado que fue sólo entonces cuando fui consciente de los tacones que se habían acercado a mí. No me importó, hasta que aquella voz me clavó una aguja de veterinario en el corazón.
-Irene. ¿Cómo tú por aquí?
La mujer del "casi quince días", que casi ya ignoraba, había llegado. El problema es que yo no había quedado con ella, y el hecho de que estuviera allí significaba que tenía que ponerme a trabajar otra vez. Soy de respuestas rápidas, pero me pilló como nadie lo hizo nunca. Salí del paso como cualquier ser humano, que lo soy, no me lo esperaba. Nadie de mi ambiente laboral, y menos ella, que trabajaba para otra empresa, podía saber ni que yo estaba allí, ni que me gustaba estar en ese sitio. Punto para ella.
-Yo también tenía qué hacer después de la fiesta.
Interesante. Y eso te ha traído hasta aquí.
-¿Vienes a recordarme lo de las famosas dos semanas? Todo eso ya ha terminado.
Con un poco de suerte, se iría y mi futuro podría continuar.
-No. Vengo a pasar la tarde contigo, si no te importa.
-¡En absoluto! ¿Cómo me iba a importar?
¡Claro que me importa! Eres la última persona con la que quiero pasar la tarde, después de lo que me has estado diciendo, tú sólo vienes a seguir vengándote. Lo siento, te gané por la mano, y no voy a permitir que te salgas con la tuya hoy. Te irás porque vas a querer irte. Ya se me ocurrirá algo.
-Entonces, ¿te parece si nos vamos a dar una vuelta?
-Se está bien aquí.
-Va a anochecer, y una puesta de sol aquí, puede ser demasiado romántica, y no quiero que te enamores de mí.
Descubrí en ella un sentido del humor que no había visto desde que la conozco. Sabe que el aborrecimiento que siente por mí es mutuo, y me reí.
-De acuerdo, vamos donde tú quieras.
Punto para mí; no quiero compartir este sitio ni este momento contigo.
Quedamos en el centro, como dos turistas, y paseamos por delante del ayuntamiento, la catedral y demás puntos de interés cultural, hablando del tiempo, lo bonita que era la ciudad y una infinidad de temas insustanciales. Cada vez que la miraba, ella sonreía taimadamente, consciente de que me estaba castigando de una manera ejemplar. Lo hizo durante horas, y cómo no, tuvo la feliz idea de invitarme a cenar, mientras yo ya estaba deseando que mi ya ex-jefe me llamase, aunque fuera para sacarle brillo a sus zapatos. Le pedí que escogiese el restaurante, para que terminara de quedarse a gusto, y de paso me dejase un ratito para siempre en paz.
Escogió mi restaurante favorito, y decidí dejar de resistirme, porque ya no tenía ningún sentido. No quería mentir más; no necesitaba quedar bien con ella ni con nadie nunca más; tan sólo quería, de ahora en adelante, ser lo que no podía en mi trabajo: sincero y natural. Esperé pacientemente a que nos atendieran, y después de pedir, comenzó de verdad mi nueva vida, ya no me importaba que fuese delante de ella.
-¿Sabes? Éste es MI restaurante favorito.
-No. Éste es MI restaurante favorito.
Lo sabía.
-Lo sé.
Sus ojos se encendieron de repente, como si hubiera pulsado algún tipo de interruptor, y me deslumbraron igual que lo hace la luz del flexo de mi escritorio cuando lo enciendo a última hora de la tarde. Tardé un poco en reaccionar. Seguí hablando.
-Te voy a ser sincero.
-¡Por fin una verdad en toda la tarde! No está mal.
-Ya. Bueno.
-Antes de que empieces, yo también lo seré.
-Adelante.
-Te estoy haciendo esto porque has elegido esta ciudad para cerrar el trato.
-¿Esto es una lección de humildad?
-Sí.
-La acepto.
-Bien. No sólo has conseguido batir un récord con tus negociaciones magistrales o como a tí te de la gana de llamar a lo que haces, sino que me has humillado. Te he estado investigando, igual que sé que tú a mí, y tú lo has utilizado para humillarme, cerrando un trato mundialmente histórico en la ciudad donde yo vivo, en la ciudad donde yo he nacido, un trato en el que mis intereses salían perdiendo.
-Sí.
-Eso no está bien.
-Lo sé. Pero esta ciudad también es especial para mí.
-Yo también lo sé. Aún así, lo menos que he podido hacer es joderte estos días y sobre todo esta tarde porque sé que no se te va a olvidar en mucho tiempo.
-Por eso acepto tu comportamiento y lo siento. Ahora que está todo abiertamente aclarado, sólo podemos hacer dos cosas.
-¿Cuáles?
-Besarnos, o irnos cada uno por su lado.
Ella empezó a reírse; me hizo sentir muy bien que entendiese mi broma, y aún más que le hiciese gracia. No me quedé ahí.
-Hoy tienes la oportunidad de demostrar que eres mujer, además de una dama.
Estallamos a carcajadas un buen rato, y cuando recobramos el aire, ella me sonrió.
-Ha sido realmente gracioso. -dijo-
-Lo sé. Siempre quise decir eso.
¡Qué grande eres, Joaquín!
Terminamos la cena charlando animadamente, y aquella fue la última vez que la ví.
Había llegado. Por fin. Cuando conseguí dormirme, pasé una buena noche, después de todo, aunque no dormí todo lo que yo hubiera querido. La mañana fue sobre ruedas; para mis jefes y sus nuevos socios la formalización de una nueva era, para mí una fiesta de despedida. Era mi último trabajo y, aunque no podía desentenderme totalmente de ello, lo había dejado todo bien atado, para poder retirarme en paz. Mi nueva vida acababa de empezar. Mi cuerpo seguía cansado, pero yo era feliz. Tras cuatro deliciosos platos, un postre y una sobremesa de sonrisas a mi alrededor, lo único que me interesaba era largarme de allí. Con el dinero suficiente para diseñar mi nuevo estilo de vida a mi antojo, la ilusión me embargaba por completo.
Cuando conseguí salir de allí, debían ser más de las seis de la tarde; mi futuro y yo nos encontraríamos muy pronto. Una de las razones por las que elegí esta ciudad para cerrar las negociaciones, es que es una de mis favoritas, y he visto muchas en el mundo. Había quedado con mi futuro en un pequeño mirador situado en medio de un acantilado, y que nunca entendí cómo no había llegado a coincidir allí con más de dos personas a la vez. Arranqué el coche feliz, aunque inquieto por llegar allí. No había nadie, lo que me hizo sentir mejor todavía. Paré el coche de cara al mar, a una distancia prudente de la barandilla de piedra, donde tantas y tantas veces había soñado con éste momento. No pude más que sonreír, parar el motor, y bajarme del coche. Entonces se me ocurrió algo que no había hecho nunca: me quité los zapatos, y me subí al techo. Mirando al mar, me puse de pie, abrí los brazos, y dejé que la brisa me acariciase dulcemente, cerrando los ojos y llenando mis pulmones con ese olor a mar que no me sabía mejor en ninguna parte del mundo que yo conozco.
No sé cuánto tiempo pasó, pero finalmente me senté en el techo del coche, disponiéndome a contemplar la puesta de sol, pensando lo que no me había podido permitir desde hacía tiempo: iba a hacer lo que quisiera con mi vida. Los tiempos de la hipocresía elegante, estudios de mercado, investigar a mis competidores... de mis labios salió un susurrante y feliz adiós, que nadie más que yo necesitaba oír.
-¿Te vas a despedir así?
Estaba tan ensimismado que fue sólo entonces cuando fui consciente de los tacones que se habían acercado a mí. No me importó, hasta que aquella voz me clavó una aguja de veterinario en el corazón.
-Irene. ¿Cómo tú por aquí?
La mujer del "casi quince días", que casi ya ignoraba, había llegado. El problema es que yo no había quedado con ella, y el hecho de que estuviera allí significaba que tenía que ponerme a trabajar otra vez. Soy de respuestas rápidas, pero me pilló como nadie lo hizo nunca. Salí del paso como cualquier ser humano, que lo soy, no me lo esperaba. Nadie de mi ambiente laboral, y menos ella, que trabajaba para otra empresa, podía saber ni que yo estaba allí, ni que me gustaba estar en ese sitio. Punto para ella.
-Yo también tenía qué hacer después de la fiesta.
Interesante. Y eso te ha traído hasta aquí.
-¿Vienes a recordarme lo de las famosas dos semanas? Todo eso ya ha terminado.
Con un poco de suerte, se iría y mi futuro podría continuar.
-No. Vengo a pasar la tarde contigo, si no te importa.
-¡En absoluto! ¿Cómo me iba a importar?
¡Claro que me importa! Eres la última persona con la que quiero pasar la tarde, después de lo que me has estado diciendo, tú sólo vienes a seguir vengándote. Lo siento, te gané por la mano, y no voy a permitir que te salgas con la tuya hoy. Te irás porque vas a querer irte. Ya se me ocurrirá algo.
-Entonces, ¿te parece si nos vamos a dar una vuelta?
-Se está bien aquí.
-Va a anochecer, y una puesta de sol aquí, puede ser demasiado romántica, y no quiero que te enamores de mí.
Descubrí en ella un sentido del humor que no había visto desde que la conozco. Sabe que el aborrecimiento que siente por mí es mutuo, y me reí.
-De acuerdo, vamos donde tú quieras.
Punto para mí; no quiero compartir este sitio ni este momento contigo.
Quedamos en el centro, como dos turistas, y paseamos por delante del ayuntamiento, la catedral y demás puntos de interés cultural, hablando del tiempo, lo bonita que era la ciudad y una infinidad de temas insustanciales. Cada vez que la miraba, ella sonreía taimadamente, consciente de que me estaba castigando de una manera ejemplar. Lo hizo durante horas, y cómo no, tuvo la feliz idea de invitarme a cenar, mientras yo ya estaba deseando que mi ya ex-jefe me llamase, aunque fuera para sacarle brillo a sus zapatos. Le pedí que escogiese el restaurante, para que terminara de quedarse a gusto, y de paso me dejase un ratito para siempre en paz.
Escogió mi restaurante favorito, y decidí dejar de resistirme, porque ya no tenía ningún sentido. No quería mentir más; no necesitaba quedar bien con ella ni con nadie nunca más; tan sólo quería, de ahora en adelante, ser lo que no podía en mi trabajo: sincero y natural. Esperé pacientemente a que nos atendieran, y después de pedir, comenzó de verdad mi nueva vida, ya no me importaba que fuese delante de ella.
-¿Sabes? Éste es MI restaurante favorito.
-No. Éste es MI restaurante favorito.
Lo sabía.
-Lo sé.
Sus ojos se encendieron de repente, como si hubiera pulsado algún tipo de interruptor, y me deslumbraron igual que lo hace la luz del flexo de mi escritorio cuando lo enciendo a última hora de la tarde. Tardé un poco en reaccionar. Seguí hablando.
-Te voy a ser sincero.
-¡Por fin una verdad en toda la tarde! No está mal.
-Ya. Bueno.
-Antes de que empieces, yo también lo seré.
-Adelante.
-Te estoy haciendo esto porque has elegido esta ciudad para cerrar el trato.
-¿Esto es una lección de humildad?
-Sí.
-La acepto.
-Bien. No sólo has conseguido batir un récord con tus negociaciones magistrales o como a tí te de la gana de llamar a lo que haces, sino que me has humillado. Te he estado investigando, igual que sé que tú a mí, y tú lo has utilizado para humillarme, cerrando un trato mundialmente histórico en la ciudad donde yo vivo, en la ciudad donde yo he nacido, un trato en el que mis intereses salían perdiendo.
-Sí.
-Eso no está bien.
-Lo sé. Pero esta ciudad también es especial para mí.
-Yo también lo sé. Aún así, lo menos que he podido hacer es joderte estos días y sobre todo esta tarde porque sé que no se te va a olvidar en mucho tiempo.
-Por eso acepto tu comportamiento y lo siento. Ahora que está todo abiertamente aclarado, sólo podemos hacer dos cosas.
-¿Cuáles?
-Besarnos, o irnos cada uno por su lado.
Ella empezó a reírse; me hizo sentir muy bien que entendiese mi broma, y aún más que le hiciese gracia. No me quedé ahí.
-Hoy tienes la oportunidad de demostrar que eres mujer, además de una dama.
Estallamos a carcajadas un buen rato, y cuando recobramos el aire, ella me sonrió.
-Ha sido realmente gracioso. -dijo-
-Lo sé. Siempre quise decir eso.
¡Qué grande eres, Joaquín!
Terminamos la cena charlando animadamente, y aquella fue la última vez que la ví.
sábado, 21 de noviembre de 2009
Un día menos
Tengo que decir que llegué al hotel completamente agotado. Era consciente de que, físicamente, estaba llegando a mi límite. No ayudó mucho el hecho de que, a pesar de parecer un buen hotel, a las 3 de la mañana hacía frío en la habitación. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, me despojé de toda la ropa que llevaba puesta, que no se acababa nunca, y obligué a mis piernas a arrastrarme hasta la cama; aquel mullidito edredón de plumas sí me ayudó por fin a entrar en calor. Entonces, dejé que mis ojos se cerrasen con entusiasmo y, ya respirando profundamente en aquella nube de latex y seda perfumada, mi mente se sintió liberada, para seguir hinchando el sentimiento de impotencia que ella despertó en mí hacía ya unos días. Lo más frustrante era no poder pararlo. Y no podía, porque tenía razón.
Soy bueno haciendo lo que hago, y me gusta hacer lo que hago. Un trato así no se cierra fácilmente. Yo lo estoy haciendo; al menos lo parece, no hay duda. Pero sea como sea, mi oportunidad se acabó; los quince días han pasado. Según mis planes, cerraremos el trato mañana. No se me ha escapado nada. Es el mejor trabajo que he hecho en mi vida, lo sé, lo siento. Voy a conseguir un acuerdo con unos privilegios que mis jefes nunca hubieran soñado conseguir, por muy dulce que fuesen sus sueños, en sus extremadamente caras y dulcemente calentitas camas.
Pero dos semanas y un día, como ella dijo, con aquella voz que se me clavaba cada vez más en el alma, a la larga harán ver únicamente que mi trabajo se hizo no en quince días, sino en quince días más uno. Mi mayor logro profesional cuestionado por una sencilla, estúpida y arbitraria manera de medir el tiempo, concepto que lo más profundo de mi ser no cree que exista. Reto a cualquiera en este momento a corregir un sólo ápice de mis acciones en los últimos dos años. Yo soy capaz de admitir que cuanto más tiempo pase, mi esfuerzo se verá reducido a una frase: "las negociaciones duraron dieciséis días", pero la sola idea de que se sinteticen mis capacidades y esfuerzos a un rastrero "Por los pelos no se cerró el trato en dos semanas; fue necesario un día más de negociación" hunde mi ánimo y sobre todo mi orgullo a profundidades hasta ahora desconocidas por el ser humano.
Ya queda un día menos para que esto acabe, mañana ya podré por fin pensar en unas buenas vacaciones, que empezarán en algún momento de la tarde. Un día menos. Un día menos.
No me quedaba más remedio que pensar así, hasta que, por fin, me dormí.
(Continúa en "El día")
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Corullón, 22 de Noviembre de 2009
Soy bueno haciendo lo que hago, y me gusta hacer lo que hago. Un trato así no se cierra fácilmente. Yo lo estoy haciendo; al menos lo parece, no hay duda. Pero sea como sea, mi oportunidad se acabó; los quince días han pasado. Según mis planes, cerraremos el trato mañana. No se me ha escapado nada. Es el mejor trabajo que he hecho en mi vida, lo sé, lo siento. Voy a conseguir un acuerdo con unos privilegios que mis jefes nunca hubieran soñado conseguir, por muy dulce que fuesen sus sueños, en sus extremadamente caras y dulcemente calentitas camas.
Pero dos semanas y un día, como ella dijo, con aquella voz que se me clavaba cada vez más en el alma, a la larga harán ver únicamente que mi trabajo se hizo no en quince días, sino en quince días más uno. Mi mayor logro profesional cuestionado por una sencilla, estúpida y arbitraria manera de medir el tiempo, concepto que lo más profundo de mi ser no cree que exista. Reto a cualquiera en este momento a corregir un sólo ápice de mis acciones en los últimos dos años. Yo soy capaz de admitir que cuanto más tiempo pase, mi esfuerzo se verá reducido a una frase: "las negociaciones duraron dieciséis días", pero la sola idea de que se sinteticen mis capacidades y esfuerzos a un rastrero "Por los pelos no se cerró el trato en dos semanas; fue necesario un día más de negociación" hunde mi ánimo y sobre todo mi orgullo a profundidades hasta ahora desconocidas por el ser humano.
Ya queda un día menos para que esto acabe, mañana ya podré por fin pensar en unas buenas vacaciones, que empezarán en algún momento de la tarde. Un día menos. Un día menos.
No me quedaba más remedio que pensar así, hasta que, por fin, me dormí.
(Continúa en "El día")
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Corullón, 22 de Noviembre de 2009
miércoles, 13 de mayo de 2009
El señor Corrales
13 de mayo
Al fin y al cabo, yo soy un hombre del mundo, no un hombre de mundo. Llego a esta conclusión por varias razones. La primera, porque no he vivido lo suficiente. La segunda, porque me quedan tantas cosas por ver, tantos kilómetros por recorrer, que a mi ya no tan corta edad cualquier cosa puede sorprenderme.
En cierto modo, este cuaderno lleno de notas inconexas está para eso, para que las pocas cosas que puedo aprender, no se me olviden nunca. La de hoy en particular no la olvidaré jamás; escribo todo esto porque necesito ordenar mis pensamientos, y para poder recordar mis reacciones más adelante. Hoy he perdido el control de mí mismo, y esto no puede volver a repetirse.
Encontrar personas es mi trabajo. Desconozco los motivos por lo que se esconden, que son la mayoría. Prefiero no saberlo, a menos que sea imprescindible para encontrarlo. Los complicados son los que se pierden ellos solos, porque es casi imposible seguirles la pista.
Soy el mejor en mi trabajo, lo que no es difícil por su naturaleza, ya que no es muy común. Pero el hecho de que me contrate quien me contrata evidencia que valgo mucha pasta. Aún así, hay trabajos que requieren más esfuerzo que otros, y me he visto inmerso en situaciones poco envidiables, que me forzaron a especializarme en otro arte: el de desaparecer. Los intereses de la gente con suficiente dinero para pagarme no inspiran cosas precisamente bellas. He conseguido escurrirme muchas veces, incluso sin tener que salir de la ciudad, a pesar de que los que me persiguen se creen con quién se la juegan. Con una pequeña temporada suele ser necesario, pero siempre voy con cuidado. Por este tipo de cosas tendré que desaparecer definitivamente, algún día.
Llevaba cerca de tres años intentando localizar a un tal Bonifacio Corrales. Nadie quiso decirme en qué narices estuvo metido, por lo visto toda su vida, y se me insistió en que le encontrase. Sin duda, ha sido el individuo que más trabajo me ha dado nunca. En varias ocasiones me vi obligado a posponer su búsqueda para dedicarme a otros trabajos; el señor Corrales se había escondido muy bien. Pocas veces había salido de la ciudad, y cuando tenía que hacerlo, sabía exactamete a dónde se dirigía; esta vez era muy diferente. Mis pistas acababan una triste tarde de mayo,en un cruce que no salía en mis mapas. Si uno se encuentra ocioso, recorriendo la montaña durante una tarde de domingo, éste sería un lugar delicioso para recrearse eligiendo por dónde continuar el paseo, a pesar de que parecía que estaba a punto de ponerse a llover. Yo no tenía tiempo. Llegaba tarde. Tres años tarde. Cuando llegué allí, tuve que parar. Bajé del coche, y eché un vistazo. Con tanto árbol no se veía nada. Ese cabrón se me había escurrido otra vez, esta vez definitivamente. Volví a subir al coche, y elegí, sencillamente, seguir un poco más. Era bastante estúpido, porque no tenía sentido avanzar sin saber a dónde iba, por un sitio que para mí estaba casi totalmente fuera de la realidad. Lo único que lo ataba a ella era que lo estaba viendo, porque me hubiera reído a carcajada limpia de cualquiera que me dijera que en el mundo aún quedan tantos kilómetros cuadrados de monte, todos juntos.
Al final elegí, seguí unos 200 metros y paré en la primera casa, desesperado. Esaba a la derecha de la carretera. Había una pequeña valla metálica, que no tenía cierre. Cuando la empujé, ésta empezó a quejarse como si yo estuviese haciendo algo malo. Pero yo sólo hacía mi trabajo. Al final del corto sendero de gravilla había una puerta de madera. La casa era muy pequeña, pero tenía una ventana abierta, por lo que supuse que tendría que haber algiuen. El ruido sordo de mis nudillos contra la puerta me despejaron un poco. Había vida dentro de la casa. Abrió un hombre que ya no cumpliría los setenta, con una mirada tan triste que me sobrecogió. Casi balbuceando, dije:
-¿El señor Bonifacio Corrales?
Se me quedó un momento mirando de arriba a abajo.
-Soy yo.
No daba crédito. De nuevo, tardé en reaccionar, en parte por su mirada, y en parte porque había algo en él que me resultaba familiar. Desde luego, su cara no hacía honor a su nombre. Saqué un sobre que había llevado en el bolsillo interior de mi americana durante 3 años.
- He venido para entregarle esto.
Yo pensaba que el rostro de aquel hombre no podía ensombrecerse aún más, pero lo hizo. Alcanzó el sobre con su mano encallecida, se dio la vuelta y entró en la casa. Habló desde dentro.
-Pase.
-Si desea responder, esperaré aquí.- contesté.
-Pase.
Nunca lo había hecho; nunca había tomado la más mínima confianza de la gente que encontraba, pero esta vez entré. Entré en 1929, y olía a galletas recién hechas. Me ofreció una, y se quedó mirándome sin mediar palabra, hasta que me la terminé. Cuando lo hice, me agarró de la pechera y me dijo al oído unas palabras que no escribiré aquí, pero que arderán en el infierno conmigo. Me hicieron entender aquella mirada triste, y por qué el señor Corrales me era tan familiar.
Me di la vuelta y salí sin despedirme, era totalmente innecesario. Aquel hombre era yo, con setenta y tantos años, y acababan de encontrarle. Me desanimé salvajemente; exactamente al mismo ritmo que mis esperanzas de retirarme y disfrutar del resto de mi vida se desvanecieron. Para colmo, empezaba a llover. Me dio por pensar que la tarde también estaba triste, lo que no ayudaba demasiado. Siempre he pensado que llorar sólo sirve para nada, pero me sentía peor cada metro que recorría, hasta que no pude seguir, y paré el coche. Me bajé de un salto intentando respirar, caí de rodillas en la hierba, y lloré. Lloré con la tarde, lenta y amargamente, como no recordaba ya haberlo hecho. Lloré por mi desgracia, por aquel hombre que yo había hecho aún más desgraciado, porque no podía engañarme a mí mismo y la echaba de menos, por cómo me miraba cuando me dijo que no me quería, porque ella sabía mentir, pero sus ojos no, y aquel día esos ojos todavía me amaban. Con los míos cerrados la vi otra vez, como cada noche cuando me voy a la cama, como cada día cuando suena mi despertador. Ella me miraba, me sonreía y se acercaba, me acariciaba el pelo y por encima de mis sollozos oía cómo me susurraba lo que tantas veces me dijo; que no pasaba nada y que el mundo estaba ahí fuera, esperándonos, para hacer lo que quisiéramos.
No sé qué será de mí, pero el señor Corrales no volverá a sentirse desgraciado.
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Barxas, 13 de Mayo de 2009
Al fin y al cabo, yo soy un hombre del mundo, no un hombre de mundo. Llego a esta conclusión por varias razones. La primera, porque no he vivido lo suficiente. La segunda, porque me quedan tantas cosas por ver, tantos kilómetros por recorrer, que a mi ya no tan corta edad cualquier cosa puede sorprenderme.
En cierto modo, este cuaderno lleno de notas inconexas está para eso, para que las pocas cosas que puedo aprender, no se me olviden nunca. La de hoy en particular no la olvidaré jamás; escribo todo esto porque necesito ordenar mis pensamientos, y para poder recordar mis reacciones más adelante. Hoy he perdido el control de mí mismo, y esto no puede volver a repetirse.
Encontrar personas es mi trabajo. Desconozco los motivos por lo que se esconden, que son la mayoría. Prefiero no saberlo, a menos que sea imprescindible para encontrarlo. Los complicados son los que se pierden ellos solos, porque es casi imposible seguirles la pista.
Soy el mejor en mi trabajo, lo que no es difícil por su naturaleza, ya que no es muy común. Pero el hecho de que me contrate quien me contrata evidencia que valgo mucha pasta. Aún así, hay trabajos que requieren más esfuerzo que otros, y me he visto inmerso en situaciones poco envidiables, que me forzaron a especializarme en otro arte: el de desaparecer. Los intereses de la gente con suficiente dinero para pagarme no inspiran cosas precisamente bellas. He conseguido escurrirme muchas veces, incluso sin tener que salir de la ciudad, a pesar de que los que me persiguen se creen con quién se la juegan. Con una pequeña temporada suele ser necesario, pero siempre voy con cuidado. Por este tipo de cosas tendré que desaparecer definitivamente, algún día.
Llevaba cerca de tres años intentando localizar a un tal Bonifacio Corrales. Nadie quiso decirme en qué narices estuvo metido, por lo visto toda su vida, y se me insistió en que le encontrase. Sin duda, ha sido el individuo que más trabajo me ha dado nunca. En varias ocasiones me vi obligado a posponer su búsqueda para dedicarme a otros trabajos; el señor Corrales se había escondido muy bien. Pocas veces había salido de la ciudad, y cuando tenía que hacerlo, sabía exactamete a dónde se dirigía; esta vez era muy diferente. Mis pistas acababan una triste tarde de mayo,en un cruce que no salía en mis mapas. Si uno se encuentra ocioso, recorriendo la montaña durante una tarde de domingo, éste sería un lugar delicioso para recrearse eligiendo por dónde continuar el paseo, a pesar de que parecía que estaba a punto de ponerse a llover. Yo no tenía tiempo. Llegaba tarde. Tres años tarde. Cuando llegué allí, tuve que parar. Bajé del coche, y eché un vistazo. Con tanto árbol no se veía nada. Ese cabrón se me había escurrido otra vez, esta vez definitivamente. Volví a subir al coche, y elegí, sencillamente, seguir un poco más. Era bastante estúpido, porque no tenía sentido avanzar sin saber a dónde iba, por un sitio que para mí estaba casi totalmente fuera de la realidad. Lo único que lo ataba a ella era que lo estaba viendo, porque me hubiera reído a carcajada limpia de cualquiera que me dijera que en el mundo aún quedan tantos kilómetros cuadrados de monte, todos juntos.
Al final elegí, seguí unos 200 metros y paré en la primera casa, desesperado. Esaba a la derecha de la carretera. Había una pequeña valla metálica, que no tenía cierre. Cuando la empujé, ésta empezó a quejarse como si yo estuviese haciendo algo malo. Pero yo sólo hacía mi trabajo. Al final del corto sendero de gravilla había una puerta de madera. La casa era muy pequeña, pero tenía una ventana abierta, por lo que supuse que tendría que haber algiuen. El ruido sordo de mis nudillos contra la puerta me despejaron un poco. Había vida dentro de la casa. Abrió un hombre que ya no cumpliría los setenta, con una mirada tan triste que me sobrecogió. Casi balbuceando, dije:
-¿El señor Bonifacio Corrales?
Se me quedó un momento mirando de arriba a abajo.
-Soy yo.
No daba crédito. De nuevo, tardé en reaccionar, en parte por su mirada, y en parte porque había algo en él que me resultaba familiar. Desde luego, su cara no hacía honor a su nombre. Saqué un sobre que había llevado en el bolsillo interior de mi americana durante 3 años.
- He venido para entregarle esto.
Yo pensaba que el rostro de aquel hombre no podía ensombrecerse aún más, pero lo hizo. Alcanzó el sobre con su mano encallecida, se dio la vuelta y entró en la casa. Habló desde dentro.
-Pase.
-Si desea responder, esperaré aquí.- contesté.
-Pase.
Nunca lo había hecho; nunca había tomado la más mínima confianza de la gente que encontraba, pero esta vez entré. Entré en 1929, y olía a galletas recién hechas. Me ofreció una, y se quedó mirándome sin mediar palabra, hasta que me la terminé. Cuando lo hice, me agarró de la pechera y me dijo al oído unas palabras que no escribiré aquí, pero que arderán en el infierno conmigo. Me hicieron entender aquella mirada triste, y por qué el señor Corrales me era tan familiar.
Me di la vuelta y salí sin despedirme, era totalmente innecesario. Aquel hombre era yo, con setenta y tantos años, y acababan de encontrarle. Me desanimé salvajemente; exactamente al mismo ritmo que mis esperanzas de retirarme y disfrutar del resto de mi vida se desvanecieron. Para colmo, empezaba a llover. Me dio por pensar que la tarde también estaba triste, lo que no ayudaba demasiado. Siempre he pensado que llorar sólo sirve para nada, pero me sentía peor cada metro que recorría, hasta que no pude seguir, y paré el coche. Me bajé de un salto intentando respirar, caí de rodillas en la hierba, y lloré. Lloré con la tarde, lenta y amargamente, como no recordaba ya haberlo hecho. Lloré por mi desgracia, por aquel hombre que yo había hecho aún más desgraciado, porque no podía engañarme a mí mismo y la echaba de menos, por cómo me miraba cuando me dijo que no me quería, porque ella sabía mentir, pero sus ojos no, y aquel día esos ojos todavía me amaban. Con los míos cerrados la vi otra vez, como cada noche cuando me voy a la cama, como cada día cuando suena mi despertador. Ella me miraba, me sonreía y se acercaba, me acariciaba el pelo y por encima de mis sollozos oía cómo me susurraba lo que tantas veces me dijo; que no pasaba nada y que el mundo estaba ahí fuera, esperándonos, para hacer lo que quisiéramos.
No sé qué será de mí, pero el señor Corrales no volverá a sentirse desgraciado.
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Barxas, 13 de Mayo de 2009
martes, 5 de mayo de 2009
La respuesta
Ya era de noche, y no veía muy bien. Tampoco sabía cual era mi tren, ni si llegaba tarde, aunque no tenía esa sensación. Al entrar en la zona de los andenes traté de recordar cómo había llegado hasta allí, pero me fue imposible. No era capaz de discernir si eso me inquietaba o incomodaba, lo que me inquietó o incomodó aún más. Cuando no pude recordar mi nombre, me encontré angustiado; mi respiración se entrecortaba, mis músculos estaban tensos y sudaba, sudaba mucho; mi corazón estaba a punto de estallar. En ese momento decidí que lo mejor era quedarse quieto. Entonces ocurrió algo fantástico.
Me quedé completamente inmóvil. Allí, en la entrada de la estación. Ya no me importaba la hora que era. Tampoco a dónde iba, ni la ropa que llevaba, cuál era mi tren, si se había marchado, si tenía que llegar, o si tenía que coger un tren. Tampoco me importaba estar parado en medio del paso, con mi maleta en la mano, ni su peso. Ni si me sentía incómodo o inquieto; ni siquiera me importaba mi propio nombre.
Empecé a respirar. Lenta y profundamente. Me sentía tan bien que tuve la sensación de poder controlar el paso del tiempo con mis pulmones. No quise forzar la situación y me dispuse, sencillamente, a observar. Era de noche. Una noche deliciosa, de esas en que no sientes un ápice de frío o calor. El techo cubría la parte derecha de la estación y los andenes, con una estructura metálica cubierta por una especie de uralita. A la izquierda, los edificios reposaban desahogadamente sobre el túnel, como si ya estuvieran durmiendo, descansando para mantenerse orgullosamente despiertos al día siguiente. Al pie del muro, ya dentro de la estación, una de las vías llegaba a morir al pie de unos pequeños árboles, seguros dentro de sus enormes maceteros de cemento, cerca de los aseos de señoras. El luminoso mostraba una forma muy graciosa de mujer que ya había visto en alguna parte. Me pregunté cómo esa señora era capaz de mantenerse erguida con unas piernas sin pies, que además acababan en punta. Junto a la puerta, en un banco de madera, había una mujer leyendo un libro. Delante del siguiente andén, en el que un tren esperaba pacientemente, como introvertido, había un mapa, con las líneas de cercanías que llegaban allí. No muy lejos de mí había un hombre con aspecto taciturno, en el que no quise reparar supongo que por respeto a su intimidad, y al fondo, el túnel. Me quedé mirándolo fascinado. Un túnel. Seguro que llevaba a alguna parte, pero lo que me atraía de él no era eso, sino cómo lo hacía. Aquel agujero, enorme y negro, que penetraba en la montaña, me parecía colosal y majestuoso, aunque por otro lado me inspiraba algo siniestro y misterioso. Me preguntaba cómo el hombre era capaz de hacer cosas así, y también cómo tenía el valor de utilizarlas después.
Cuando me quise dar cuenta, debía llevar un buen rato mirando fijamente el túnel, porque la luz de la estación me deslumbró cuando enfoqué de nuevo el interior. Aún estaba bastante confuso. Deduje que, si había llegado a los andenes de la estación, iba a alguna parte y tenía que tener un billete. No llevaba chaqueta, de modo que examiné mis bolsillos. El único papel que había en ellos tenía un tacto más fino que el de un billete de tren, y desde luego era pequeño, así que no me molesté en sacarlo. Tenía que estar en otro sitio. Lo único que llevaba era una pequeña bolsa de viaje. La posé en el suelo, allí mismo, y la abrí cuidadosamente. Dentro había ropa para tres o cuatro días: varios pantalones, ropa interior (para parar un tren, pensé), cuatro camisas, dos de ellas todavía limpias, otras tantas corbatas y dos relojes, todo meticulosamente doblado y colocado. En uno de los laterales, la bolsa tenía una especie de portapapeles. Dentro sólo había un reproductor de mp3 y una libreta, totalmente en blanco. Volví a mirar, porque debía haber un billete en alguna parte, pero hasta que no acabé examinando cada hoja de la libreta, no acepté que no llevaba encima ninguna clase de billete. Tampoco había dinero. Estaba en una estación de tren sin dinero, billete ni identificación. Volví a meter la mano en el bolsillo, y saqué el papel que momentos antes había descartado como billete. Estaba doblado. Lo abrí curioso, pero lentamente. Estaba doblado dos veces. En él, probablemente con alguna pluma cara, había escrito, grande y en el centro, un número.
42
De repente, empecé a recordar.
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A Miguel Montero
Fuentesnuevas, 5 de mayo de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
La otra tarde
"¡Que gusto! Me encanta salir del trabajo. Me merezco unas vacaciones, ¿sabes? tampoco es que este trabajo vaya a acabar conmigo, pero joder, levantarse todos los días tan temprano para pasarme el día metido en el coche, hablando con tanta gente, de un lado para otro, las llamadas del fin de semana... son muchos asuntos dentro de una sola cabeza. Es cierto, aunque me fuese de vacaciones las cosas no cambiarían demasiado, sé que no podría desconectar del todo. Pero las necesito. Llevo un año entero sin ellas. Tampoco es para tanto, físicamente, quiero decir; pero la verdad es que este ritmo agota. Si no fuera por estos momentos... ¡Bah! ¿Qué más da? Al fin y al cabo no me puedo quejar. Siempre me ha gustado mi trabajo; cualquiera en mi lugar diría que he tenido bastante suerte, pero he trabajado mucho para tener lo que tengo. Y me gusta, pero he estado dándole muchas vueltas al tema, y realmente creo que necesito unas vacaciones, incluso de mí mismo. ¿Eso sí que es difícil, eh? Je, je... Pero no deja de ser del todo cierto. Llevo unos meses practicando técnicas de relajación en casa; supongo que por eso no había pensado antes en el tema de las vacaciones. Ya sé que no me podría ir muy lejos, de hecho no querría irme lejos. ¿Lo ves? A veces me da la sensación de estar perdiendo la cabeza muy despacio; es como si mi cordura estuviera molesta o cansada de mí, y quisiera despedirse de mí lenta y taimadamente. No, de verdad no creo que tenga nada que ver con esa chica, aunque la verdad es que cada vez quiero pasar más tiempo con ella. La conozco de toda la vida, y cuando más me ocupa el trabajo es cuando empiezo a querer compartirlo todo con ella. ¡Por favor, si sólo es mi amiga! Una amiga. Lo ha sido siempre. Nada en ella ha cambiado ni lo más mínimo, pero últimamente todo me hace pensar en ella. O eso creo. Algo tiene que haber cambiado, porque si no... Oye, no es que me preocupe, pero... ¿por qué ahora cuando miro sus ojos veo cualquier cosa menos su color?"
Sonreí.
Esto hablaba con mi amigo
que miraba con pereza
las chicas de los bares, bebiendo una cerveza
yo increpaba, blasfemaba, criticaba con pasión
le miraba y preguntaba, pero no me contestó.
jueves, 23 de abril de 2009
Momentos míticos en la isla del mono
En la historia de los juegos de ordenador, videojuegos en general, y la mía en particular. En efecto, el título tiene doble sentido.El profundo estado simiesco de ciertos seres será, valga la expresión, tratado en otra ocasión.
Uno se pregunta si esta gente se lo curraba más porque ya era un logro representar nada combinando gigantescos cuadraditos de colores, o es que hoy en día estamos tan saturados de imágenes espectaculares y/o de historias grandilocuentes, que ya pocas cosas pueden llegar a impresionarnos. Seguramente un poco de las dos cosas, pero yo prefiero pensar que lo primero más que lo segundo. Ya sé que como parte no puedo emitir un juicio objetivo, pero mire usted, nos veremos en los tribunales y que lo dirima un juez.
Forma parte de la naturaleza humana reventar continuamente la gallina de los huevos de oro, el inconformismo simiesco (que de simiesco no tiene nada) que nos lleva a saturarlo todo, da igual que sean carreteras, películas de amor, de acción; simplemente por el más dinero, más dinero, más dinero, coño, que si no lo haces tú lo hará otro. Así estamos ahora; ya no vamos al cine porque dan unas series por las noches súper curradas que nos encantan, hasta que estemos tan hasta el final de nuestro aparato digestivo que nos dediquemos a hacer otras cosas; ya se ocuparán de darnos entretenimiento. Que sí, que es una pasada irte a ver una peli son un surraun que te cagas (literalmente, porque es para quedarse sordo ahí dentro ), pero sacarte siete napos del boslillo mas bebidas y palomitas (¿por qué palomitas?) para ver lo que se ve hoy es un acto de valentía, o de desesperación a veces.
Yo he ido y voy por las dos razones. Mola ir al cine después de todo, sabemos a lo que vamos. Pero sería un detallazo que se trabajaran algunas historias un poquito más, oiga, ¡Que es un montón de pasta!
El cupo del juicio fácil ya está completo hoy, ya me iré preparando para cuando me toque a mí.
Resumiendo, esta imagen se la dedico a los que alguna vez pudieron ver con ojos entusiastas como los de un niño, a dos piratas fantasma hablando en un barco fantasma, y desearon emocionados estar allí y formar parte de la historia, hace mucho tiempo, en medio del caribe... a aquellos que alguna vez, bajo la luz de la luna, sintieron un gélido escalofrío imaginando que estaban en la edad media, en el tiempo de los romanos, o en cualquier otra parte. Saben de lo que hablo.
Aparte de la lucha con espada, (o con insulto, si se prefiere) la búsqueda de tesoros, la bruería, una bella gobernadora-heroína, un enemigo fantasma y tantas otras cosas, insufribles e irónicas, puede que ése fuera el verdadero secreto de Monkey Island.
Y es que no hay nada como sentir el cálido viento del infierno en la cara.
miércoles, 22 de abril de 2009
Encuéntrate a tí mismo
El hombre puede creer en lo imposible, pero no en lo improbable, como dijo Oscar Wilde. A estas alturas, parecen improbables no pocas cosas, pero cuando empiezan a ser demasiadas, hay que hacer algo. No se despiste, tampoco se pueden enviar ovejas para matar al lobo: hay que ser resolutivos.
Puede darse también que el sr. Lobo (qué grande Harvey Keitel en Pulp fiction) esté de vacaciones, o ilocalizable, o solucionando los problemas de otros. No se desespere, aún no está todo perdido. Claro que lo parece, pero el mundo entero puede estar a oscuras en pleno día si usted está bajo tierra en una habitación cerrada a cal y canto. En estos casos de extrema urgencia, respire hondo; tantas veces como sea necesario para sentir el aire en sus pulmones, y coja las llaves del cohe. Si no es aún consciente del poder que tiene en sus manos, todavía hay esperanza: está a punto de serlo. Ármese con un buen puñado de CDs, y un destino que pudiera tener en mente desde algún tiempo a ser posible; llegue hasta el coche y arranque el motor.
Sí... por algo se empieza. ¡Pero sin prisa! Escoja bien la música para salir, y hagalo lentamente, con cuidado. Esto empieza a funcionar, ¿verdad?. Párese un momento, consiga un refresco y charle un rato con alguien. Se sentirá mejor.
Entonces, vuelva a arrancar. Esta vez ponga los cinco sentidos a funcionar y no piense, sólo sienta. No se pare. No mire atrás.
Quizá, sólo quizá, se encuentre a sí mismo.
Al menos ha salido a buscarlo.
"No hay nada como el privilegio de ser uno mismo"
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