Ya era de noche, y no veía muy bien. Tampoco sabía cual era mi tren, ni si llegaba tarde, aunque no tenía esa sensación. Al entrar en la zona de los andenes traté de recordar cómo había llegado hasta allí, pero me fue imposible. No era capaz de discernir si eso me inquietaba o incomodaba, lo que me inquietó o incomodó aún más. Cuando no pude recordar mi nombre, me encontré angustiado; mi respiración se entrecortaba, mis músculos estaban tensos y sudaba, sudaba mucho; mi corazón estaba a punto de estallar. En ese momento decidí que lo mejor era quedarse quieto. Entonces ocurrió algo fantástico.
Me quedé completamente inmóvil. Allí, en la entrada de la estación. Ya no me importaba la hora que era. Tampoco a dónde iba, ni la ropa que llevaba, cuál era mi tren, si se había marchado, si tenía que llegar, o si tenía que coger un tren. Tampoco me importaba estar parado en medio del paso, con mi maleta en la mano, ni su peso. Ni si me sentía incómodo o inquieto; ni siquiera me importaba mi propio nombre.
Empecé a respirar. Lenta y profundamente. Me sentía tan bien que tuve la sensación de poder controlar el paso del tiempo con mis pulmones. No quise forzar la situación y me dispuse, sencillamente, a observar. Era de noche. Una noche deliciosa, de esas en que no sientes un ápice de frío o calor. El techo cubría la parte derecha de la estación y los andenes, con una estructura metálica cubierta por una especie de uralita. A la izquierda, los edificios reposaban desahogadamente sobre el túnel, como si ya estuvieran durmiendo, descansando para mantenerse orgullosamente despiertos al día siguiente. Al pie del muro, ya dentro de la estación, una de las vías llegaba a morir al pie de unos pequeños árboles, seguros dentro de sus enormes maceteros de cemento, cerca de los aseos de señoras. El luminoso mostraba una forma muy graciosa de mujer que ya había visto en alguna parte. Me pregunté cómo esa señora era capaz de mantenerse erguida con unas piernas sin pies, que además acababan en punta. Junto a la puerta, en un banco de madera, había una mujer leyendo un libro. Delante del siguiente andén, en el que un tren esperaba pacientemente, como introvertido, había un mapa, con las líneas de cercanías que llegaban allí. No muy lejos de mí había un hombre con aspecto taciturno, en el que no quise reparar supongo que por respeto a su intimidad, y al fondo, el túnel. Me quedé mirándolo fascinado. Un túnel. Seguro que llevaba a alguna parte, pero lo que me atraía de él no era eso, sino cómo lo hacía. Aquel agujero, enorme y negro, que penetraba en la montaña, me parecía colosal y majestuoso, aunque por otro lado me inspiraba algo siniestro y misterioso. Me preguntaba cómo el hombre era capaz de hacer cosas así, y también cómo tenía el valor de utilizarlas después.
Cuando me quise dar cuenta, debía llevar un buen rato mirando fijamente el túnel, porque la luz de la estación me deslumbró cuando enfoqué de nuevo el interior. Aún estaba bastante confuso. Deduje que, si había llegado a los andenes de la estación, iba a alguna parte y tenía que tener un billete. No llevaba chaqueta, de modo que examiné mis bolsillos. El único papel que había en ellos tenía un tacto más fino que el de un billete de tren, y desde luego era pequeño, así que no me molesté en sacarlo. Tenía que estar en otro sitio. Lo único que llevaba era una pequeña bolsa de viaje. La posé en el suelo, allí mismo, y la abrí cuidadosamente. Dentro había ropa para tres o cuatro días: varios pantalones, ropa interior (para parar un tren, pensé), cuatro camisas, dos de ellas todavía limpias, otras tantas corbatas y dos relojes, todo meticulosamente doblado y colocado. En uno de los laterales, la bolsa tenía una especie de portapapeles. Dentro sólo había un reproductor de mp3 y una libreta, totalmente en blanco. Volví a mirar, porque debía haber un billete en alguna parte, pero hasta que no acabé examinando cada hoja de la libreta, no acepté que no llevaba encima ninguna clase de billete. Tampoco había dinero. Estaba en una estación de tren sin dinero, billete ni identificación. Volví a meter la mano en el bolsillo, y saqué el papel que momentos antes había descartado como billete. Estaba doblado. Lo abrí curioso, pero lentamente. Estaba doblado dos veces. En él, probablemente con alguna pluma cara, había escrito, grande y en el centro, un número.
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De repente, empecé a recordar.
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A Miguel Montero
Fuentesnuevas, 5 de mayo de 2009
3 comentarios:
Así que tenías tu mi papel...
Hi there earthling!
So long, and thanks for all the fish!
XDXDXD
Un cuento genial, mochuelo... Fantastibuloso.
Lo de escrbir está ahí dentro, en tu sangre, dale caña!
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