13 de mayo
Al fin y al cabo, yo soy un hombre del mundo, no un hombre de mundo. Llego a esta conclusión por varias razones. La primera, porque no he vivido lo suficiente. La segunda, porque me quedan tantas cosas por ver, tantos kilómetros por recorrer, que a mi ya no tan corta edad cualquier cosa puede sorprenderme.
En cierto modo, este cuaderno lleno de notas inconexas está para eso, para que las pocas cosas que puedo aprender, no se me olviden nunca. La de hoy en particular no la olvidaré jamás; escribo todo esto porque necesito ordenar mis pensamientos, y para poder recordar mis reacciones más adelante. Hoy he perdido el control de mí mismo, y esto no puede volver a repetirse.
Encontrar personas es mi trabajo. Desconozco los motivos por lo que se esconden, que son la mayoría. Prefiero no saberlo, a menos que sea imprescindible para encontrarlo. Los complicados son los que se pierden ellos solos, porque es casi imposible seguirles la pista.
Soy el mejor en mi trabajo, lo que no es difícil por su naturaleza, ya que no es muy común. Pero el hecho de que me contrate quien me contrata evidencia que valgo mucha pasta. Aún así, hay trabajos que requieren más esfuerzo que otros, y me he visto inmerso en situaciones poco envidiables, que me forzaron a especializarme en otro arte: el de desaparecer. Los intereses de la gente con suficiente dinero para pagarme no inspiran cosas precisamente bellas. He conseguido escurrirme muchas veces, incluso sin tener que salir de la ciudad, a pesar de que los que me persiguen se creen con quién se la juegan. Con una pequeña temporada suele ser necesario, pero siempre voy con cuidado. Por este tipo de cosas tendré que desaparecer definitivamente, algún día.
Llevaba cerca de tres años intentando localizar a un tal Bonifacio Corrales. Nadie quiso decirme en qué narices estuvo metido, por lo visto toda su vida, y se me insistió en que le encontrase. Sin duda, ha sido el individuo que más trabajo me ha dado nunca. En varias ocasiones me vi obligado a posponer su búsqueda para dedicarme a otros trabajos; el señor Corrales se había escondido muy bien. Pocas veces había salido de la ciudad, y cuando tenía que hacerlo, sabía exactamete a dónde se dirigía; esta vez era muy diferente. Mis pistas acababan una triste tarde de mayo,en un cruce que no salía en mis mapas. Si uno se encuentra ocioso, recorriendo la montaña durante una tarde de domingo, éste sería un lugar delicioso para recrearse eligiendo por dónde continuar el paseo, a pesar de que parecía que estaba a punto de ponerse a llover. Yo no tenía tiempo. Llegaba tarde. Tres años tarde. Cuando llegué allí, tuve que parar. Bajé del coche, y eché un vistazo. Con tanto árbol no se veía nada. Ese cabrón se me había escurrido otra vez, esta vez definitivamente. Volví a subir al coche, y elegí, sencillamente, seguir un poco más. Era bastante estúpido, porque no tenía sentido avanzar sin saber a dónde iba, por un sitio que para mí estaba casi totalmente fuera de la realidad. Lo único que lo ataba a ella era que lo estaba viendo, porque me hubiera reído a carcajada limpia de cualquiera que me dijera que en el mundo aún quedan tantos kilómetros cuadrados de monte, todos juntos.
Al final elegí, seguí unos 200 metros y paré en la primera casa, desesperado. Esaba a la derecha de la carretera. Había una pequeña valla metálica, que no tenía cierre. Cuando la empujé, ésta empezó a quejarse como si yo estuviese haciendo algo malo. Pero yo sólo hacía mi trabajo. Al final del corto sendero de gravilla había una puerta de madera. La casa era muy pequeña, pero tenía una ventana abierta, por lo que supuse que tendría que haber algiuen. El ruido sordo de mis nudillos contra la puerta me despejaron un poco. Había vida dentro de la casa. Abrió un hombre que ya no cumpliría los setenta, con una mirada tan triste que me sobrecogió. Casi balbuceando, dije:
-¿El señor Bonifacio Corrales?
Se me quedó un momento mirando de arriba a abajo.
-Soy yo.
No daba crédito. De nuevo, tardé en reaccionar, en parte por su mirada, y en parte porque había algo en él que me resultaba familiar. Desde luego, su cara no hacía honor a su nombre. Saqué un sobre que había llevado en el bolsillo interior de mi americana durante 3 años.
- He venido para entregarle esto.
Yo pensaba que el rostro de aquel hombre no podía ensombrecerse aún más, pero lo hizo. Alcanzó el sobre con su mano encallecida, se dio la vuelta y entró en la casa. Habló desde dentro.
-Pase.
-Si desea responder, esperaré aquí.- contesté.
-Pase.
Nunca lo había hecho; nunca había tomado la más mínima confianza de la gente que encontraba, pero esta vez entré. Entré en 1929, y olía a galletas recién hechas. Me ofreció una, y se quedó mirándome sin mediar palabra, hasta que me la terminé. Cuando lo hice, me agarró de la pechera y me dijo al oído unas palabras que no escribiré aquí, pero que arderán en el infierno conmigo. Me hicieron entender aquella mirada triste, y por qué el señor Corrales me era tan familiar.
Me di la vuelta y salí sin despedirme, era totalmente innecesario. Aquel hombre era yo, con setenta y tantos años, y acababan de encontrarle. Me desanimé salvajemente; exactamente al mismo ritmo que mis esperanzas de retirarme y disfrutar del resto de mi vida se desvanecieron. Para colmo, empezaba a llover. Me dio por pensar que la tarde también estaba triste, lo que no ayudaba demasiado. Siempre he pensado que llorar sólo sirve para nada, pero me sentía peor cada metro que recorría, hasta que no pude seguir, y paré el coche. Me bajé de un salto intentando respirar, caí de rodillas en la hierba, y lloré. Lloré con la tarde, lenta y amargamente, como no recordaba ya haberlo hecho. Lloré por mi desgracia, por aquel hombre que yo había hecho aún más desgraciado, porque no podía engañarme a mí mismo y la echaba de menos, por cómo me miraba cuando me dijo que no me quería, porque ella sabía mentir, pero sus ojos no, y aquel día esos ojos todavía me amaban. Con los míos cerrados la vi otra vez, como cada noche cuando me voy a la cama, como cada día cuando suena mi despertador. Ella me miraba, me sonreía y se acercaba, me acariciaba el pelo y por encima de mis sollozos oía cómo me susurraba lo que tantas veces me dijo; que no pasaba nada y que el mundo estaba ahí fuera, esperándonos, para hacer lo que quisiéramos.
No sé qué será de mí, pero el señor Corrales no volverá a sentirse desgraciado.
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Barxas, 13 de Mayo de 2009
3 comentarios:
¿Qué puedo decir?
Que hasta tras el llanto más sublime, uno siempre termina sonándose los mocos.
Y que si algún día desaparezco, espero que alguien me busque. Aunque no me encuentre.
Alguien dijo alguna vez que uno no acababa de conocer del todo a las personas, por mucho tiempo que se pasase con ellas. Yo me guío de los "pálpitos", de ese sexto sentido (quizás femenino, que todo hombre también tiene, unos más desarrollado que otros, todo hay que decirlo). Y es que cuando en una primera impresión alguien te da "mal pálpito"... TXUNGO. Aunque a la larga quieras negar ese pálpito, todo se vuelve en contra, y al final "lo que es, ES". Son esos mismos que luego te dicen que al final de todo "cada uno queda como lo que es". Y tienen razón. El tiempo siempre, más tarde o más temprano acaba por colocar a cada uno (y a cada cosa) en su sitio (aunque a veces me cueste creer tremenda afirmación y tenga que encomendarme a Dios y a todos los Santos para no perder la fé en ello, oye...). Lo que jamás admitirán es que ellos hicieron lo mismo pero al principio de todo: se pusieron en evidencia, se mostraron tal cual son en ese primer pálpito que percibiste.
Inquietante blog, Marquines.
Saludos "poperos" ;)
Erm, actualizar es gratis... ;-p
Y por cierto, hablando del señor Corrales, vuelve Humberto a Aguardiente. Ya sé que a ti neither fu nor fa, pero imagina y comparte mi ilu :D
Things are only impossible until they are not.
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