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Porto, Portugal
Amante del absurdo y los chistes fáciles donde los haya, roble, o castaño; de esas cosas con cuatro ruedas que hacen "run run", y de las cosas buenas de la vida en general.

miércoles, 13 de mayo de 2009

El señor Corrales

13 de mayo

Al fin y al cabo, yo soy un hombre del mundo, no un hombre de mundo. Llego a esta conclusión por varias razones. La primera, porque no he vivido lo suficiente. La segunda, porque me quedan tantas cosas por ver, tantos kilómetros por recorrer, que a mi ya no tan corta edad cualquier cosa puede sorprenderme.

En cierto modo, este cuaderno lleno de notas inconexas está para eso, para que las pocas cosas que puedo aprender, no se me olviden nunca. La de hoy en particular no la olvidaré jamás; escribo todo esto porque necesito ordenar mis pensamientos, y para poder recordar mis reacciones más adelante. Hoy he perdido el control de mí mismo, y esto no puede volver a repetirse.

Encontrar personas es mi trabajo. Desconozco los motivos por lo que se esconden, que son la mayoría. Prefiero no saberlo, a menos que sea imprescindible para encontrarlo. Los complicados son los que se pierden ellos solos, porque es casi imposible seguirles la pista.
Soy el mejor en mi trabajo, lo que no es difícil por su naturaleza, ya que no es muy común. Pero el hecho de que me contrate quien me contrata evidencia que valgo mucha pasta. Aún así, hay trabajos que requieren más esfuerzo que otros, y me he visto inmerso en situaciones poco envidiables, que me forzaron a especializarme en otro arte: el de desaparecer. Los intereses de la gente con suficiente dinero para pagarme no inspiran cosas precisamente bellas. He conseguido escurrirme muchas veces, incluso sin tener que salir de la ciudad, a pesar de que los que me persiguen se creen con quién se la juegan. Con una pequeña temporada suele ser necesario, pero siempre voy con cuidado. Por este tipo de cosas tendré que desaparecer definitivamente, algún día.

Llevaba cerca de tres años intentando localizar a un tal Bonifacio Corrales. Nadie quiso decirme en qué narices estuvo metido, por lo visto toda su vida, y se me insistió en que le encontrase. Sin duda, ha sido el individuo que más trabajo me ha dado nunca. En varias ocasiones me vi obligado a posponer su búsqueda para dedicarme a otros trabajos; el señor Corrales se había escondido muy bien. Pocas veces había salido de la ciudad, y cuando tenía que hacerlo, sabía exactamete a dónde se dirigía; esta vez era muy diferente. Mis pistas acababan una triste tarde de mayo,en un cruce que no salía en mis mapas. Si uno se encuentra ocioso, recorriendo la montaña durante una tarde de domingo, éste sería un lugar delicioso para recrearse eligiendo por dónde continuar el paseo, a pesar de que parecía que estaba a punto de ponerse a llover. Yo no tenía tiempo. Llegaba tarde. Tres años tarde. Cuando llegué allí, tuve que parar. Bajé del coche, y eché un vistazo. Con tanto árbol no se veía nada. Ese cabrón se me había escurrido otra vez, esta vez definitivamente. Volví a subir al coche, y elegí, sencillamente, seguir un poco más. Era bastante estúpido, porque no tenía sentido avanzar sin saber a dónde iba, por un sitio que para mí estaba casi totalmente fuera de la realidad. Lo único que lo ataba a ella era que lo estaba viendo, porque me hubiera reído a carcajada limpia de cualquiera que me dijera que en el mundo aún quedan tantos kilómetros cuadrados de monte, todos juntos.
Al final elegí, seguí unos 200 metros y paré en la primera casa, desesperado. Esaba a la derecha de la carretera. Había una pequeña valla metálica, que no tenía cierre. Cuando la empujé, ésta empezó a quejarse como si yo estuviese haciendo algo malo. Pero yo sólo hacía mi trabajo. Al final del corto sendero de gravilla había una puerta de madera. La casa era muy pequeña, pero tenía una ventana abierta, por lo que supuse que tendría que haber algiuen. El ruido sordo de mis nudillos contra la puerta me despejaron un poco. Había vida dentro de la casa. Abrió un hombre que ya no cumpliría los setenta, con una mirada tan triste que me sobrecogió. Casi balbuceando, dije:

-¿El señor Bonifacio Corrales?

Se me quedó un momento mirando de arriba a abajo.

-Soy yo.

No daba crédito. De nuevo, tardé en reaccionar, en parte por su mirada, y en parte porque había algo en él que me resultaba familiar. Desde luego,
su cara no hacía honor a su nombre. Saqué un sobre que había llevado en el bolsillo interior de mi americana durante 3 años.

- He venido para entregarle esto.

Yo pensaba que el rostro de aquel hombre no podía ensombrecerse aún más, pero lo hizo. Alcanzó el sobre con su mano encallecida, se dio la vuelta y entró en la casa. Habló desde dentro.

-Pase.

-Si desea responder, esperaré aquí.- contesté.

-Pase.

Nunca lo había hecho; nunca había tomado la más mínima confianza de la gente que encontraba, pero esta vez entré. Entré en 1929, y olía a galletas recién hechas. Me ofreció una, y se quedó mirándome sin mediar palabra, hasta que me la terminé. Cuando lo hice, me agarró de la pechera y me dijo al oído unas palabras que no escribiré aquí, pero que arderán en el infierno conmigo. Me hicieron entender aquella mirada triste, y por qué el señor Corrales me era tan familiar.

Me di la vuelta y salí sin despedirme, era totalmente innecesario. Aquel hombre era yo, con setenta y tantos años, y acababan de encontrarle. Me desanimé salvajemente; exactamente al mismo ritmo que mis esperanzas de retirarme y disfrutar del resto de mi vida se desvanecieron. Para colmo, empezaba a llover. Me dio por pensar que la tarde también estaba triste, lo que no ayudaba demasiado. Siempre he pensado que llorar sólo sirve para nada, pero me sentía peor cada metro que recorría, hasta que no pude seguir, y paré el coche. Me bajé de un salto intentando respirar, caí de rodillas en la hierba, y lloré. Lloré con la tarde, lenta y amargamente, como no recordaba ya haberlo hecho. Lloré por mi desgracia, por aquel hombre que yo había hecho aún más desgraciado, porque no podía engañarme a mí mismo y la echaba de menos, por cómo me miraba cuando me dijo que no me quería, porque ella sabía mentir, pero sus ojos no, y aquel día esos ojos todavía me amaban. Con los míos cerrados la vi otra vez, como cada noche cuando me voy a la cama, como cada día cuando suena mi despertador. Ella me miraba, me sonreía y se acercaba, me acariciaba el pelo y por encima de mis sollozos oía cómo me susurraba lo que tantas veces me dijo; que no pasaba nada y que el mundo estaba ahí fuera, esperándonos, para hacer lo que quisiéramos.

No sé qué será de mí, pero el señor Corrales no volverá a sentirse desgraciado.



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Barxas, 13 de Mayo de 2009






martes, 5 de mayo de 2009

La respuesta


Ya era de noche, y no veía muy bien. Tampoco sabía cual era mi tren, ni si llegaba tarde, aunque no tenía esa sensación. Al entrar en la zona de los andenes traté de recordar cómo había llegado hasta allí, pero me fue imposible. No era capaz de discernir si eso me inquietaba o incomodaba, lo que me inquietó o incomodó aún más. Cuando no pude recordar mi nombre, me encontré angustiado; mi respiración se entrecortaba, mis músculos estaban tensos y sudaba, sudaba mucho; mi corazón estaba a punto de estallar. En ese momento decidí que lo mejor era quedarse quieto. Entonces ocurrió algo fantástico.

Me quedé completamente inmóvil. Allí, en la entrada de la estación. Ya no me importaba la hora que era. Tampoco a dónde iba, ni la ropa que llevaba, cuál era mi tren, si se había marchado, si tenía que llegar, o si tenía que coger un tren. Tampoco me importaba estar parado en medio del paso, con mi maleta en la mano, ni su peso. Ni si me sentía incómodo o inquieto; ni siquiera me importaba mi propio nombre.



Empecé a respirar. Lenta y profundamente. Me sentía tan bien que tuve la sensación de poder controlar el paso del tiempo con mis pulmones. No quise forzar la situación y me dispuse, sencillamente, a observar. Era de noche. Una noche deliciosa, de esas en que no sientes un ápice de frío o calor. El techo cubría la parte derecha de la estación y los andenes, con una estructura metálica cubierta por una especie de uralita. A la izquierda, los edificios reposaban desahogadamente sobre el túnel, como si ya estuvieran durmiendo, descansando para mantenerse orgullosamente despiertos al día siguiente. Al pie del muro, ya dentro de la estación, una de las vías llegaba a morir al pie de unos pequeños árboles, seguros dentro de sus enormes maceteros de cemento, cerca de los aseos de señoras. El luminoso mostraba una forma muy graciosa de mujer que ya había visto en alguna parte. Me pregunté cómo esa señora era capaz de mantenerse erguida con unas piernas sin pies, que además acababan en punta. Junto a la puerta, en un banco de madera, había una mujer leyendo un libro. Delante del siguiente andén, en el que un tren esperaba pacientemente, como introvertido, había un mapa, con las líneas de cercanías que llegaban allí. No muy lejos de mí había un hombre con aspecto taciturno, en el que no quise reparar supongo que por respeto a su intimidad, y al fondo, el túnel. Me quedé mirándolo fascinado. Un túnel. Seguro que llevaba a alguna parte, pero lo que me atraía de él no era eso, sino cómo lo hacía. Aquel agujero, enorme y negro, que penetraba en la montaña, me parecía colosal y majestuoso, aunque por otro lado me inspiraba algo siniestro y misterioso. Me preguntaba cómo el hombre era capaz de hacer cosas así, y también cómo tenía el valor de utilizarlas después.

Cuando me quise dar cuenta, debía llevar un buen rato mirando fijamente el túnel, porque la luz de la estación me deslumbró cuando enfoqué de nuevo el interior. Aún estaba bastante confuso. Deduje que, si había llegado a los andenes de la estación, iba a alguna parte y tenía que tener un billete. No llevaba chaqueta, de modo que examiné mis bolsillos. El único papel que había en ellos tenía un tacto más fino que el de un billete de tren, y desde luego era pequeño, así que no me molesté en sacarlo. Tenía que estar en otro sitio. Lo único que llevaba era una pequeña bolsa de viaje. La posé en el suelo, allí mismo, y la abrí cuidadosamente. Dentro había ropa para tres o cuatro días: varios pantalones, ropa interior (para parar un tren, pensé), cuatro camisas, dos de ellas todavía limpias, otras tantas corbatas y dos relojes, todo meticulosamente doblado y colocado. En uno de los laterales, la bolsa tenía una especie de portapapeles. Dentro sólo había un reproductor de mp3 y una libreta, totalmente en blanco. Volví a mirar, porque debía haber un billete en alguna parte, pero hasta que no acabé examinando cada hoja de la libreta, no acepté que no llevaba encima ninguna clase de billete. Tampoco había dinero. Estaba en una estación de tren sin dinero, billete ni identificación. Volví a meter la mano en el bolsillo, y saqué el papel que momentos antes había descartado como billete. Estaba doblado. Lo abrí curioso, pero lentamente. Estaba doblado dos veces. En él, probablemente con alguna pluma cara, había escrito, grande y en el centro, un número.



42



De repente, empecé a recordar.



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A Miguel Montero
Fuentesnuevas, 5 de mayo de 2009